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ACUSACIÓN CONSTITUCIONAL CONTRA EX MINISTRO DEL INTERIOR Y SEGURIDAD PÚBLICA SEÑOR VÍCTOR PÉREZ VARELA


El señor ELIZALDE.- Presidenta, quiero partir señalando que yo no comparto la forma en la cual están regulados por la Constitución los efectos de la acusación en caso de aprobarse, texto que establece que por la declaración de culpabilidad queda el acusado destituido de su cargo y sin poder desempeñar ninguna función pública, sea o no de elección popular, por el término de cinco años.
Hace varios años se presentó una reforma constitucional por integrantes de nuestra bancada precisamente para poner fin a ese efecto, que es el resultado de una imposición en la Constitución del 80 como respuesta a lo que acontecía durante el Gobierno de la Unidad Popular, en que se producían enroques ministeriales tras la aprobación de acusaciones constitucionales.
Pero el hecho de que no comparta el efecto de la aprobación de la acusación no significa que no debamos pronunciarnos respecto de ella. Y por eso creo que es necesario analizarla en su mérito y, por cierto, pronunciarnos de todas formas en condición de jurado, tal cual lo establece la propia Constitución.
Voy a hacer una intervención bastante breve, toda vez que han sido largas las jornadas en que se ha estado analizando esta acusación.
Me referiré a un punto específico que me parece muy importante tener presente, más allá de este caso concreto, y que dice relación con la forma en la cual deben actuar las autoridades en el cumplimiento de sus obligaciones legales, que es un principio básico: el principio de la ecuanimidad.
Todo Ministro del Interior, cuando debe velar por el orden público, tiene que actuar sin arbitrariedad y bajo una lógica básica de imparcialidad. Por cierto, la ley entrega herramientas con un determinado margen de discrecionalidad, lo que tendrá que ser evaluado por las autoridades para efectos de garantizar precisamente el orden público. Pero lo que no puede ocurrir es que, lamentablemente, exista un doble estándar, es decir, que manifestaciones de determinada naturaleza, surgidas conforme a ciertas reivindicaciones, sean reprimidas duramente, y que otras, no solo en los hechos, terminen siendo autorizadas, sino que cuenten con protección policial para su realización -eso fue lo que, lamentablemente, aconteció con el paro de los camioneros-, más aún si existe un cuestionamiento a las instituciones.
Cuando hay una desconfianza de la sociedad chilena respecto de las élites políticas, el actuar de las autoridades debe ser especialmente claro en esta materia, para evitar todo tipo de cuestionamiento y que no quede la sensación de que hay manifestaciones que implican alteración del orden público que son alentadas por el Gobierno, mientras otras son duramente reprimidas.
Considero que ese doble estándar es inaceptable en una democracia, más aún cuando en el debate que se desarrolló en este Poder Legislativo, y particularmente en el Senado, al discutirse el proyecto de Ley Antibarricadas se señaló por quienes promovían con especial entusiasmo esta nueva legislación que no se podía permitir ningún tipo de alteración al orden público, particularmente al libre tránsito o transporte de las personas.
Más aún, como ejemplo respecto de la aplicación de esta ley, se utilizó que no se podía tolerar siquiera algo que se hizo muy común en el contexto de la revuelta social de octubre pasado: "El que baila pasa". Y se pronunciaron encendidos discursos con el objeto, precisamente, de aprobar esta legislación, de aumentar sus penas.
Hubo quienes fuimos críticos a este debate, a estos argumentos en particular, señalando que se estaba criminalizando la protesta social y que, independientemente de que la autoridad debía contar con herramientas para velar por el orden público, bajo ninguna circunstancia esto podía significar que se terminara criminalizando la protesta social.
Pues bien, quienes fueron los que defendieron con especial énfasis estas posturas en el Senado ahora toleran que haya existido un doble estándar evidente respecto de la paralización de los camioneros; porque hubo interrupciones al normal funcionamiento del país, qué duda cabe, con efectos en la cadena de suministros y distribución de productos a lo largo de Chile, y también con efectos sanitarios.
Se trata de una conducta especialmente grave, entendiéndose que estamos enfrentados a una pandemia con consecuencias catastróficas y que ha significado que un número importante de nuestros compatriotas pierdan la vida.
Y la sensación que existe de parte de muchos ciudadanos es que cuando los que protestan pertenecen a determinado signo político-ideológico, en torno a determinada reivindicación social, la respuesta del Estado es, lisa y llanamente, la represión. Pero cuando lo hacen otros que cuentan con simpatía de parte de las autoridades, entonces, la respuesta es alentar estas manifestaciones, hacer referencia a sus causas, a la legitimidad de sus planteamientos, y el trato de parte de la fuerza pública y de las acciones judiciales que emprende el Estado es completamente distinto: guanaco y lacrimógenas para un caso, escolta policial y, prácticamente, alfombra roja para otros.
Y eso, sin duda, constituye un atentado básico al principio de igualdad ante la ley y a la lógica, insisto, de imparcialidad con la cual deben actuar las autoridades.
Creo que tenemos que hacernos cargo de este cuestionamiento, principalmente por el actuar del Gobierno, y es importante hacer mención al mismo en el contexto de esta acusación.
No me voy a referir al detalle de los otros fundamentos porque quienes me han antecedido en el uso de la palabra, integrantes de mi bancada, me representan plenamente, pero me parece necesario hacer mención a este punto.
Las autoridades deben actuar con una lógica de ecuanimidad e, independientemente de que compartan o no las reivindicaciones que manifiestan los distintos movimientos sociales y políticos que se expresan en una democracia, el trato en lo que respecta a la alteración del orden público debe ser el mismo.
Lo contrario genera una sensación de injusticia, un cuestionamiento al quehacer y actuar de las autoridades, y lo que es más dramático, se atenta contra la legitimidad con la cual deben actuar las distintas instituciones de la república, y particularmente las autoridades encargadas de velar por el orden público.
He dicho, señora Presidenta.