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EMERGENCIA ACAECIDA EN CIUDAD DE OSORNO POR FALTA DE SUMINISTRO DE AGUA POTABLE


El señor QUINTEROS.- Señor Presidente, la negligencia inexcusable de una empresa afectó gravemente, durante once días, la vida normal de más de 160 mil personas, quienes no contaron con el suministro de agua potable para satisfacer sus necesidades básicas.
No solo se trastocó la vida cotidiana de 50 mil hogares, que no disponían de agua potable para su vida diaria: también se afectó a adultos mayores, muchos de los cuales no estaban en condiciones de cargar bidones; se impidió a niños que asistieran normalmente a jardines infantiles y salas cunas; se puso en riesgo la salud de las personas; se perjudicó a comerciantes y a empresarios, quienes debieron cerrar sus procesos de producción y de venta, sufriendo cuantiosas pérdidas.
Superada la emergencia, la indignación se mantiene. Pero sobre todo existe la convicción de que esta crisis no puede repetirse. Para ello, muchas cosas tienen que cambiar en diferentes ámbitos.
En primer lugar, en cuanto a la empresa proveedora del servicio, es falso que solo exista el error de una persona: hay una conducta negligente de toda la compañía, que incluso puede llegar a ser considerada dolosa.
Desde luego, se advierten condiciones laborales precarias, lo que se expresa en dotaciones mínimas de trabajadores y extensas jornadas.
Existen políticas de ahorro y reducción de costos que afectan las funciones esenciales del servicio. Una empresa concesionaria de un servicio público puede ahorrar y contener gasto -y es bueno que ello ocurra- en funciones auxiliares o de soporte, pero no en las funciones operativas esenciales.
De otro lado, hay insuficiente nivel de inversión.
¿Cómo es posible que la mezcla del petróleo con el agua solo haya sido detectada varias horas después de producida? Ahí no solo falla un operario, sino todo el sistema de aseguramiento de la calidad del servicio.
El bajo nivel de inversión se demuestra también en la insuficiente reacción frente a la emergencia. Hubo, durante los primeros días, falta de estanques y de camiones para satisfacer toda la demanda.
Aquello se ve agravado por la conducta de los ejecutivos, quienes -según señalaron las propias autoridades- ocultaron información.
Todo esto no se corrige con simples modificaciones a los protocolos: es la empresa misma y su política lo que debe cambiar. Y el primer paso para esto es caducar la concesión.
En cuanto al rol de la Superintendencia de Servicios Sanitarios, es evidente que hay problemas en el papel cumplido por el organismo regulador.
La deficiente forma en que la empresa desarrollaba sus actividades no era clandestina: estaba a la vista de la más superficial inspección.
¿Cuántas visitas se hicieron? ¿Se dejó constancia de esa situación en los informes? ¿Se dieron instrucciones a la empresa? Si las hubo y la empresa las incumplió, ¿existieron sanciones?
La entidad fiscalizadora debe contar con capacidad para supervisar todo el proceso, y frente a una emergencia, también ha de tener capacidad propia para definir e instruir las medidas a adoptar.
Pero durante la crisis, la mayor parte del tiempo, el regulador solo reproducía las medidas anunciadas por la empresa.
¿Nadie en la Superintendencia tenía la información disponible para advertir al Presidente de la República de que el proceso de restablecimiento del suministro podía fallar?
No basta con que los funcionarios reaccionen con energía frente a la crisis y anuncien las sanciones más drásticas. Deben contar con las capacidades suficientes para cumplir su función.
Si a esto añadimos el paso constante de ejecutivos desde las empresas fiscalizadas hacia el organismo fiscalizador y viceversa, la ciudadanía, con razón, puede preguntarse si es un problema de capacidad o también de voluntad para fiscalizar.
En cuanto al manejo de la emergencia, todos sabemos que hay un proyecto de ley, de larga tramitación, que crea un sistema nacional de emergencias.
Pero ese no es el problema, porque una ley vigente, la N° 16.282, entre otras cosas, faculta al Presidente de la República para declarar zona de catástrofe. Pero la autoridad insistió en que esto no era necesario.
Yo fui testigo de cómo, desde el primer día, el municipio hacía sus mayores esfuerzos para disponer de estanques y camiones para la distribución del agua y de bidones para la población. Esto requería premura, urgencia, y los procesos administrativos se agilizan enormemente si existe esa declaración de zona de catástrofe. Nada de esto fue posible porque simplemente la autoridad no quiso dar su brazo a torcer.
Por último, quiero referirme al papel de la autoridad central.
El rol de los Ministros, Subsecretarios y del propio Jefe de Estado dista mucho de lo que se espera de una autoridad: capacidad para actuar con eficiencia y oportunidad y para informar con claridad e infundir confianza a la población.
Está en juego el rol del Estado. Cuando se concesiona un servicio público no desaparece la responsabilidad estatal en el servicio, mucho menos tratándose del agua.
Terminada la etapa de la emergencia, el Gobierno no puede sino decretar la caducidad de la concesión.
Se cumplen los requisitos que señala la ley, esto es, que las condiciones en las que se presta el servicio concesionado no corresponden a las exigencias establecidas en la ley o en los reglamentos, no corresponden a los estándares propios de un servicio público.
Cualquiera otra medida no sería comprendida por la comunidad.
Pero también, y de una manera más general, la emergencia coloca sobre la mesa de discusión, una vez más, los estándares exigidos y las reglas que rigen a las empresas proveedoras de servicios básicos, no solo a las sanitarias, sino a las eléctricas, a las de telecomunicaciones, a las autopistas, o a las que proveen bienes públicos como la salud y la educación.
Con razón la gente se siente abusada, porque mientras paga mensualmente una cuenta que no es baja y debe asumir costos adicionales e incluso el corte del servicio en caso de mora, percibe que la calidad del servicio que recibe no es óptima y que los incumplimientos en que incurren las empresas no reciben una sanción drástica.
Puede haber vuelto el agua, pero tardará mucho para que vuelva la confianza.
Hay que modificar el escenario en el que hasta el día de hoy han operado los privados. La ciudadanía percibe que las empresas operan con demasiadas libertades, muy pocas obligaciones y prácticamente ninguna sanción cuando incurren en fallas, por graves que estas sean.
En su tiempo, las concesiones y las licitaciones se justificaron porque se requerían cuantiosas inversiones que el Estado no estaba en condiciones de financiar, por ejemplo, para el tratamiento de las aguas servidas.
Pero esas inversiones ya están hechas, pagadas y amortizadas y es factible exigir más a estas empresas. El país no es el mismo de hace treinta años.
Se puede exigir mayor seguridad y calidad en el servicio. Los sistemas de monitoreo y control no pueden quedar limitados a la acción de un funcionario; las sanciones monetarias e incluso criminales deben ser más duras; la fiscalización tiene que ser permanente en terreno y no limitarse a la revisión y aprobación de informes desde una oficina.
En caso de incumplimientos graves, la caducidad debe ser una medida posible, de aplicación rápida y efectiva. Las compensaciones a los usuarios tienen que ser oportunas y proporcionales al daño sufrido. De otra manera, no sirven, generan más rabia y frustración.
Por último, las rentabilidades que alcanzan estas empresas deben ser más razonables y esto tiene que traducirse, a su vez, en tarifas más bajas.
Así como el país exige, con toda razón, mayores estándares de transparencia y probidad en toda la gestión pública, también tiene derecho a esperar estándares más altos de calidad y servicio a las empresas titulares de concesiones.
Chile no puede seguir actuando como país subdesarrollado. El Estado debe cumplir sus funciones esenciales y para ello lo primero es que la concesión de Essal sea caducada, no importa si se trata de inversionistas chilenos o extranjeros.
Habrá que discutir también la posibilidad de que el Estado se haga cargo directamente de estos servicios. En el caso del agua potable, esto se liga también con el control del agua, cuya escasez se ha transformado en un problema crítico no solo en las regiones del norte y centro del país, sino también en el sur, producto del cambio climático.
Lo hemos dicho en la discusión sobre la reforma del Código de Aguas, y también es válido aquí: el agua es un bien nacional de uso público y el Estado debe asegurar, en primer lugar, el suministro para el consumo humano.
En estos tiempos, ¿pueden las empresas privadas hacerse cargo de llevar la escasa agua hasta todos los centros poblados? Los camiones aljibes hace años que son una realidad permanente, parte del paisaje, para muchos chilenos, incluso en el sur, y las empresas no tienen interés en hacerse cargo de esta función. Es como sucede en la educación: no les interesa educar a los niños más vulnerables, sino solo a aquellos que permiten extraer una rápida utilidad.
Señor Presidente, conozco Osorno y a su gente desde hace décadas. Hice una parte importante de mi vida en esa ciudad. Sé que los osorninos son gente tranquila y ponderada, de esfuerzo y de trabajo. Sé que han sido pacientes respecto de muchos temas, y sé también que esta crisis superó con creces sus límites.
No todos los días salen cinco mil personas a marchar a las calles por una causa común. Sé que perdieron la confianza en la empresa sanitaria y también en sus autoridades. Sé que esperan algo más que una compensación económica de un par de meses de agua gratis.
El desafío es cómo le devolvemos a Osorno -y al país, que fue testigo de esta crisis- todo lo que ha perdido en estas semanas. Créanme que es mucho más que el agua.
He dicho.